miércoles, 8 de mayo de 2013

Epílogo: Un sueño nada más.

Tengo casi treinta años.

Llevo dibujando desde antes de hablar. Siempre he trabajado con carboncillo; los colores y yo no nos llevamos bien. Éstas palabras son escritas también con una humilde mina de grafito. ¡Qué herramienta tan maravillosa es un lápiz! Cómo permite a quien lo empuña tentar los límites de su habilidad, llegar a extremos insospechados usando unas pequeñas líneas grises, sólo para ser rescatado de cualquier quimera aberrante que cree por una pequeña y servil goma. Su mantenimiento también es simple: no requiere más que de la caricia descarada de una cuchilla, que acorta su tiempo de vida -sea por estética o por necesidad- pero que aumenta la facilidad de uso del lápiz. Supongo que en ese sentido, el lápiz es más humano que la pluma. Las plumas no requieren de más que sumergirse vagamente en un tintero, y rozar con su punta el líquido negro. No le cuesta parte de su vida el aumentar su productividad. Nosotros, a la cuchilla, le llamamos estudios.

Hay, sin embargo, personas-pluma. Su talento es innato, y sólo necesitan una herramienta para crear arte. Juan Esteban es uno de ésos, aunque él insista en negarlo. A veces, su humildad puede pasar por falsa. Fue mi compañero en el instituto, pero no continuó con su carrera en artes plásticas. Se dedicó a la música, y es hoy un famoso compositor para películas de cine. Nunca le ha gustado la televisión. A él, todo le sale bien; y el muy maldito insiste en que él no es una pluma. Da igual. Mirando al pasado, a veces deseo ser un lápiz completamente, tener una goma con qué borrar mis errores.

Cuando era niño era muy inquieto. Mi padre solía gritarme por las necedades que hacía, y mi madre a él por gritarme a mi, y yo a ella por alzarle la voz a él. Entonces llegaba mi hermanita llorando, y los tres dejábamos de discutir para consolarla. Ella tendría unos cuatro años cuando eso ocurría. Tiene, como yo, los ojos verdes y el cabello negro. Su piel es  más clara que la mía. Hoy debe estar por algún lugar de Argentina.

Mientras crecía, no tuve muchos amigos. Siempre me quedaba en el salón durante los recreos, dibujando en mis libretas. Siempre dibujaba lo mismo: la niña que se sentaba a mi lado. Creo que se llamaba Gabriela. Tenía los ojos y el cabello avellana, aunque a veces tomaban el tono que tiene la miel. Se sentó a mi lado durante toda la primaria, y parte de la secundaria. A veces me pregunto qué será de ella. Fue con ella con quien conocí el café. 17 de Agosto. Uno de los últimos años en los que estuvimos juntos. Recuerdo el calor al que nos vimos sometidos, y el sabor de un vino dulce que corrió por nuestros paladares, en el que, en ese entonces, era un pequeño café; que hoy es más grande pero igual de acogedor. Salimos cuando el sol se ocultaba, como lo hace todos los días, pero decidió tardar un poco más para nosotros. Al igual que ella, el sol se iría. No sé bien porqué recuerdo la fecha. Quizás sea por lo trágico de una despedida. Éramos un grupo de amigos; cinco camaradas. De ellos, tres están fuera del país, y uno ha muerto. Yo estoy solo en mi ciudad. Me queda sólo un pequeño retrato.

Son casi las tres de la mañana. Me pesan los párpados, y no soy muy consciente de lo que escribo. Me pregunto dónde estará Lucía. Dormida, supongo. El café que tomé hace un par de horas está perdiendo su efecto.

La oscuridad se cierne sobre mi. El aire está frío, aún en mayo. Absurdo.
Siento que el frío tiene brazos, y que reptan por mi piel  que intenta abrazarme y de alguna forma, clava sus garras en mi pecho, intentando deshacerse del obstáculo que representa mi carne para alcanzar mi corazón, y destrozarlo; reducirlo a pedazos. No sé qué le hice al frío, ni porqué lo siento cuando el termómetro marca veinte grados centígrados. Estoy oyendo una voz que me llama desde el baño. Creo que estoy alucinando. Me acompaña la luz de una vela, y ésta libreta. Podría encender la luz, pero siento como si alguien -o algo- me presionara hacia la silla en la que estoy sentado. No tiene intención de dejarme levantar. Comienza a faltarme el aire. Todo es negro.

Desperté poco después. Estoy en cama. Las ventanas están abiertas. Está lloviendo. Es octubre. La vela que hay sobre la mesa está apagada. El reloj de mi nochero marca las tres. La noche es fría, y la lluvia ataca impasible.

Acabo de despertarme de un sueño, en el que soñé que me escuchaban.

Tengo casi setenta años.

lunes, 6 de mayo de 2013

Capítulo primero: Una tarde en un café.


Un aroma dulce inundaba el pequeño café, que estaba iluminado por un par de bombillos cálidos –cuya potencia era insuficiente para sacar por completo al local de las penumbras- y el ocasional fulgor de una llama que, algo tímida, crepitaba en cada vela encendida. Era un lugar acogedor, frecuentado por parejas, extranjeros y bohemios. En sus esquinas habían pequeños parlantes, con el objetivo de entregar discretamente, música a los comensales. Un perro ladró en la lejanía.

Ahí estaba yo, en una esquina, refugiándome entre las sombras y haciendo bocetos en mi libreta, con sólo la luz que me proveía una pequeña vela blanca. El café solía ser concurrido, pero el día había tenido matices grises; y comenzó a llover hacia media tarde, momento en el que había más movimiento.  

Una figura femenina subía con delicadeza la escalera en caracol que lleva hacia el segundo piso, hacia mi esquina. Creo que debo aclarar que desde mi esquina, tengo una perspectiva excepcional: me permite ver quienes se acercan y cómo lo hacen, y de vez en vez, logro colar una mirada hacia el primer piso. A una mesa en la que, todos los días, una mujer de unos veintitantos, ejecutiva, se sienta. Suele vestir con tonos grises o azules. Es esbelta, y tiene el cabello rubio. Nunca he visto sus ojos. Nunca nos hemos cruzado palabra, aunque yo paso varias horas al día en el café. Suelen exponer mis “obras”, como les gusta llamarlas, aunque yo insisto en que no son más que bocetos. Ella siempre pide lo mismo: Un café negro, y un croissant. Nunca la he visto variar.

Hoy no ha venido. En mi cuaderno hay, por lo menos, diez bocetos suyos. Estudios de perspectiva, retratos hablados de quienes la atienden, y las pocas veces que he podido observar su rostro. Han pasado dos horas respecto a su horario habitual. La figura femenina se había acercado a mi mientras estaba absorto en mis pensamientos. Era ella.

-Llegas tarde- comenté, mientras veía sus ojos por primera vez. Son de un tono azul claro. Ella sonrió
-Tú te has quedado más de lo habitual. ¿Esperabas a alguien?-Me recriminó. Mi rostro debió haber denotado sorpresa, porque comenzó a reír. –Trabajo al frente. Siempre sales un poco más tarde que yo. Soy Lucía. Encantada de conocerte. Eres Pedro, ¿verdad? –me preguntó. Asentí, y le pedí a Jorge que nos trajera dos cafés negros, y un par de croissants para acompañarlos y amenizar la conversación.

Así conocí a Lucía.

jueves, 25 de abril de 2013

Un sorbo de té.

La noche estaba siendo acentuada por las gotas de lluvia que caían impasibles una tras otra; creando una sinfonía que suavizaba los ruidos de la ciudad. Las luces de las casas en la montaña eran, en lontananza  como luciérnagas en un bosque. El rumor de los motores, los chirridos de las bocinas, el salpicar del agua en algún infortunado peatón, la ocasional irrupción de una alarmante -o quizás alarmada- sirena...
La ciudad y su ruido eran ahogados por la lluvia y mis pensamientos.

Un olor a cigarro se eleva desde alguna casa vecina. Qué vecinos tan poco considerados.

Hay un par de transeúntes discutiendo. Un hombre, sentado en la acera, escucha cómo le grita una mujer mientras dejan que la lluvia, atrevida, recorra su piel. Puedo imaginar los motivos de esta discusión: él no le ha hecho sentir como antes, o quizás olvidó alguna fecha especial-un aniversario, un cumpleaños, quién sabe-. Los brazos de la mujer se mueven frenéticamente. Él se levanta, ella se aleja. Él no sabe si perseguirla y cumplir con un estereotipo; o quedarse y perderla. ¿Qué escogerás? ¿Tu orgullo, o tu relación? No puedo evitar sonreír al ver cómo la persigue con grandes zancadas bajo la lluvia, mientras yo tomo un sorbo de té...

Evoco tu cabello oscuro y tus ojos claros con cada segundo que saboreo la amarga bebida que tanto disfrutabas.

La lluvia está amainando, y con ella mi tranquilidad. Mi única compañía esta noche será, al parecer, tu recuerdo.