Un aroma
dulce inundaba el pequeño café, que estaba iluminado por un par de bombillos
cálidos –cuya potencia era insuficiente para sacar por completo al local de las
penumbras- y el ocasional fulgor de una llama que, algo tímida, crepitaba en
cada vela encendida. Era un lugar acogedor, frecuentado por parejas,
extranjeros y bohemios. En sus esquinas habían pequeños parlantes, con el
objetivo de entregar discretamente, música a los comensales. Un perro ladró en
la lejanía.
Ahí
estaba yo, en una esquina, refugiándome entre las sombras y haciendo bocetos en
mi libreta, con sólo la luz que me proveía una pequeña vela blanca. El café
solía ser concurrido, pero el día había tenido matices grises; y comenzó a
llover hacia media tarde, momento en el que había más movimiento.
Una
figura femenina subía con delicadeza la escalera en caracol que lleva hacia el
segundo piso, hacia mi esquina. Creo que debo aclarar que desde mi esquina, tengo
una perspectiva excepcional: me permite ver quienes se acercan y cómo lo hacen,
y de vez en vez, logro colar una mirada hacia el primer piso. A una mesa en la
que, todos los días, una mujer de unos veintitantos, ejecutiva, se sienta.
Suele vestir con tonos grises o azules. Es esbelta, y tiene el cabello rubio.
Nunca he visto sus ojos. Nunca nos hemos cruzado palabra, aunque yo paso varias
horas al día en el café. Suelen exponer mis “obras”, como les gusta llamarlas, aunque
yo insisto en que no son más que bocetos. Ella siempre pide lo mismo: Un café
negro, y un croissant. Nunca la he visto variar.
Hoy no
ha venido. En mi cuaderno hay, por lo menos, diez bocetos suyos. Estudios de
perspectiva, retratos hablados de quienes la atienden, y las pocas veces que he
podido observar su rostro. Han pasado dos horas respecto a su horario habitual.
La figura femenina se había acercado a mi mientras estaba absorto en mis
pensamientos. Era ella.
-Llegas
tarde- comenté, mientras veía sus ojos por primera vez. Son de un tono azul
claro. Ella sonrió
-Tú te
has quedado más de lo habitual. ¿Esperabas a alguien?-Me recriminó. Mi rostro
debió haber denotado sorpresa, porque comenzó a reír. –Trabajo al frente.
Siempre sales un poco más tarde que yo. Soy Lucía. Encantada de conocerte. Eres
Pedro, ¿verdad? –me preguntó. Asentí, y le pedí a Jorge que nos trajera dos
cafés negros, y un par de croissants para acompañarlos y amenizar la
conversación.
Así
conocí a Lucía.
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