No recuerdo bien cómo comenzó el juego. Seguro fue entre risas. Seguro fue por la emoción de saber que era algo incorrecto... aunque inofensivo.
Era, al final del día, un chapuzón en la fantasía. En el reino de las posibilidades infinitas, con mínimas consecuencias. Era sentir el deseo, sumergir los pies en él, quizá. Dejarse llevar un poquito por la corriente. Era sentir el agua del mar llegando hasta ti por el oleaje, refrescarte con ella, disfrutar la sensación, sin temor alguno a ahogarte.
Me gustaba el sonido de tu voz. Escucharla, cuando me dejabas. Imaginarla, cuando no lo hacías. Me gustaba cómo se cortaba. Cómo poco a poco suspirabas, mordiéndote los labios, tratando de mantener el silencio.
Ha pasado mucho tiempo, y ya no recuerdo tu olor. Recuerdo tus risas. Tu cabello. Tu llanto. A veces, como hoy, recuerdo tu cuerpo. Recuerdo nuestra inocencia interrumpida.
Recuerdo cómo me pedías que te contara qué quería. Que narrara cómo, en un mundo onírico y etéreo, recorría tu piel con mis manos y probaba cada centímetro de ti. Que dijera cómo sentía tu piel en mis dedos, y cómo me perdía en tus curvas y en tu sabor. Cómo te estremecías con cada hálito, con cada instante en mis manos. Querías que describiera cada movimiento, cada espasmo, cada posición. A veces, creo, querías que fuera real.
Recuerdo que soñamos. Un sueño inofensivo, un sueño que no nos atrevíamos a llevar a la realidad. Un sueño causante de insomnio, de distracción, y de mil cosas más.
Contigo cualquier noche era un riesgo. La incertidumbre de si Morfeo llegaría a tiempo, o si, por el contrario, Eros nos pediría que practicáramos promesas para usar en un futuro. Nunca entre nosotros.
A veces, me otorgabas la gracia de la inspiración. Los pixeles en mi pantalla tomaban la forma de tu cuerpo, y cada engranaje de mi mente tenía una nueva misión: crear cuanta forma de satisfacerte encontrara. Quiero mentir y decirte que grabé a fuego cada momento, y quizás, el que te escriba ahora es el ejemplo de eso, pero he olvidado mucho de tu cuerpo. Olvidé cómo caían tus senos (pero no lo poquito que te gustaban) y cómo se veía tu cadera desnuda. acaso cubierta, esporádicamente, con una toalla. Pero en ese momento, cada segundo era importante, cada palabra era urgente, cada mensaje, esperanzador.
Soñábamos, por unos minutos apenas, con el otro. Miento, no con el otro. Con el placer del deseo ajeno, con la adrenalina, con el descaro, y, sobre todo, con la emoción.
Hace poco recordé todo esto. Recordé mis privilegios. Recordé todo aquello que compartías conmigo y que ya no lo haces. Pero recordé el acto de descaro más insoportable al que me he enfrentado, y que casi diez años más tarde sigo recordando.
Sabe Dios, porque no hay humano vivo que sepa, qué te poseyó para jugar así conmigo. Si te estabas desquitando, o estabas continuando con nuestra sesión de la noche anterior; o si simplemente lo hiciste por el orgullo de un depredador que caza su presa despreocupada: porque puede, y se le antoja. Puedo imaginar tu sonrisa felina cuando, después de una leve ponderación, tomaste la decisión pensando en cómo reaccionaría yo. Puedo imaginar cómo relamías tus labios mientras grababas cómo se deslizaban tu mano por tu pecho, lentamente, en dirección a tu vientre; cómo separabas con una parsimonia exasperante tus piernas y dejabas que tus dedos acariciaran todo cuanto no estaba en la cámara, antes de desaparecer, dejando cualquier noción de decencia y de artimaña por fuera. Sabías que reaccionaría. Sabías cómo reaccionaría, sospecho. Probablemente me imaginaste desesperado, mordiéndome los labios, y escondiendo entre mis piernas la evidencia de mi distracción durante clase.
Tanto sabías qué hacías que, antes de ducharte, después de haber jugado conmigo como juega un minino con su estambre, me invitaste a ser partícipe de ti. Lo hiciste, justamente, ese día que no podía ir a verte. Ese es quizá mi único arrepentimiento.
No soy un santo. Diez años después recuerdo el momento, la sensación; las conversaciones y el deseo. Cuando diste el paso y rompiste la barrera de la fantasía, invitándome a desconocer cualquier código que pude haber tenido, encontré nuestro juego (¿realmente lo era?) peligroso. La adrenalina del recuerdo es suficiente, pero cómo me encantaría, así como recuerdo mis sueños, recordar contigo ese momento, y, si se pudiera, ya no interrumpir sino destrozar cualquier trazo de inocencia que permanezca entre nosotros.
Sabe Dios que me alegro por tu felicidad, y deseo, firme y constantemente, que sigas siendo feliz. Pero a veces, sólo a veces, deseo tener de vuelta la versión de ti de inocencia interrumpida. Y, si no se ha ido, querría pedirle que vuelva a jugar conmigo.